joi, 15 martie 2018

Reflexiones sobre la guillotina (fragmentos). (Albert Camus)

Poco antes de la guerra de 1914, se condenó a muerte, en Argel, a un asesino cuyo crimen había sido particularmente indignante (había acabado con una familia de agricultores, niños incluidos). Se trataba de un obrero agrícola que había matado en una especie de delirio sangriento y que había agravado su crimen al robar a sus víctimas. El caso tuvo una gran repercusión. La opinión más generalizada era que la decapitación constituía una pena demasiado benigna para semejante monstruo. Tal fue, según se me dijo, la opinión de mi padre, a quien había indignado particularmente el asesinato de los niños. En todo caso, una de las pocas cosas que de él sé, es que quiso asistir a la ejecución, por vez primera en su vida. Madrugó para dirigirse al lugar del suplicio, al otro extremo de la ciudad, en medio de una gran concurrencia popular. De lo que vio aquella mañana no dijo nada a nadie. Mi madre cuenta únicamente que volvió de prisa y corriendo, con el rostro desencajado, se negó a hablar, se tumbó un momento en la cama y de repente se puso a vomitar. Mí padre acababa de descubrir la realidad que se ocultaba bajo las fórmulas grandilocuentes con las que se la enmascaraba. En vez de acordarse de los niños asesinados, no podía pensar en otra cosa que en ese cuerpo palpitante al que acababan de arrojar sobre una plancha para cortarle el cuello.

Forzoso es creer que este acto ritual es lo suficientemente horrible como para lograr vencer la indignación de un hombre recto y sencillo y para que un castigo que él consideraba cien veces merecido no tuviera finalmente otro efecto que provocarle náuseas. Cuando la suprema justicia hace vomitar al hombre honrado al que supuestamente debe proteger, parece difícil sostener que cumple su función de introducir paz y orden en la sociedad. Revela, por el contrario, que no es menos indignante que el crimen, y que este nuevo homicidio, lejos de reparar la ofensa inferida al cuerpo social, añade una nueva mancha a la primera.

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Si el homicidio está en la naturaleza del hombre, la ley no está hecha para imitar o reproducir esa naturaleza. Está hecha para corregirla. Ahora bien, el talión se limita a ratificar y a dar fuerza de ley a un puro movimiento de naturaleza.

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Pasemos por alto el hecho de que la ley del talión sea inaplicable y de que tan excesivo parecería castigar al incendiario con el incendio de su propia casa, como insuficiente castigar al ladrón retirando de su cuenta bancaria una suma equivalente a la de su robo. Admitamos que sea justo y necesario compensar el asesinato de la víctima con la muerte del asesino. Pero la ejecución capital no es simplemente la muerte. Es tan diferente, en su esencia, de la privación de la vida, como el campo de concentración lo es de la prisión. Es un asesinato que, sin duda, paga aritméticamente el crimen cometido. Pero añade a la muerte un reglamento, una premeditación pública y conocida por la futura víctima, una organización, en fin, que es por sí misma una fuente de sufrimientos morales más terribles que la muerte. No hay, pues, equivalencia. Muchas legislaciones consideran más grave el crimen premeditado que el crimen de pura violencia.

Pero ¿qué es la ejecución capital sino el más premeditado de los asesinatos, al que no puede compararse fechoría alguna de ningún criminal, por calculada que ésta sea? Para que hubiera equivalencia, sería necesario que la pena de muerte castigase a un criminal que hubiera advertido a su víctima de la época en la que iba infligirle una muerte horrible, y que, a partir de ese instante, la tuviese a su merced bajo secuestro durante meses. Un monstruo así no se encuentra en el ámbito privado.

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La lógica querría que no se pronunciaran jamás ni castigo ni recompensa, lo que supondría la imposibilidad de toda sociedad. El instinto de conservación de las sociedades, y consiguientemente de los individuos, exige, por el contrario, que la responsabilidad individual sea postulada. Hay que aceptarlo, sin soñar en una indulgencia absoluta que coincidiría con la muerte de toda sociedad. Pero el mismo razonamiento debe llevarnos a concluir que no existe jamás responsabilidad total ni, consecuentemente, castigo o recompensa absolutos. Nadie puede ser recompensado definitivamente, ni siquiera los premios Nobel. Pero nadie debería ser castigado de forma absoluta si es considerado culpable, y, con mayor razón, si puede ser inocente. La pena de muerte, que no satisface verdaderamente ni a la ejemplaridad ni a la justicia distributiva, usurpa además un privilegio exorbitante, al pretender castigar una culpabilidad siempre relativa con un castigo definitivo e irreparable.

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El jurista de Olivecroix, cuando aplicó, hacia 1860, el cálculo de probabilidades a la posibilidad del error judicial, concluyó en que de cada doscientos cincuenta y siete casos se condenaba a un inocente. ¿Una proporción pequeña? Es pequeña en relación con las penas medias. Infinita en relación con la pena capital.

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Pero, ciñéndonos a los culpables ¿cabe estar seguros de que siempre se mata tan sólo a los incorregibles?

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La compasión no excluye el castigo, pero suspende la última condena. Repugna a la compasión la medida definitiva, irreparable, que hace injusticia al hombre entero puesto que no toma en consideración la miseria de la condición común.

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Ahora bien, en nuestra vida todos hemos cometido malas acciones, a veces por omisión, aun cuando éstas, sin caer bajo el peso de la ley, hallan llegado hasta el crimen desconocido. No hay justos, sino tan sólo corazones más o menos pobres de justicia. Vivir al menos nos permite saberlo y añadir a la suma de nuestras acciones un poco de bien que compense, en parte, el mal que hemos aportado al mundo. Este derecho de vivir, que coincide con la posibilidad de la reparación, es el derecho natural de todo hombre, incluso del peor.

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El juicio capital rompe la única solidaridad humana indiscutible, la solidaridad contra la muerte, y no puede ser legitimado más que por una verdad o un principio que se sitúe por encima de los hombres.

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Afirmar en todo caso que un hombre debe ser eliminado de la sociedad de forma absoluta porque es absolutamente malo equivale a decir que ella es absolutamente buena, lo que ninguna persona sensata puede creer hoy. Nadie puede creerlo y es más fácil pensar lo contrario. Nuestra sociedad ha llegado a ser tan mala y tan criminal porque se ha erigido a sí misma en fin último y porque no ha respetado nada más que su propia conservación o su triunfo en la historia.

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¿Cómo se define, en efecto, nuestra civilización ante el crimen? La respuesta es sencilla: desde hace treinta años, los crímenes de Estado superan con mucho a los crímenes de los individuos.

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No habrá paz duradera ni en el corazón de los individuos ni en las costumbres de las sociedades hasta que la muerte no quede fuera de la ley.

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